Reseña redactada
con motivo del 250 aniversario de su nacimiento
Nacía don Torcuato Torío y Herrero en la localidad de Villaturde (Palencia) el 1º de abril de 1759, el mismo año en el que S.M. Carlos III, dejando su reino de Nápoles, arribaba a la Península para gobernar el inmenso Imperio Español, en su programa político colocará en lugar preeminente la empresa de dotar de un manifiesto carácter reformista e ilustrado a la tradicional Monarquía española. Programa, que mediante el ejercicio del despotismo ilustrado suponía una de las aspiraciones naturales de toda gran potencia occidental durante la segunda mitad del siglo XVIII.
Era Torcuato el único hijo varón del cuarto matrimonio del hidalgo don Torcuato Torío y de la Riva con doña Isabel de Herrero y Fernández, vecinos de Villaturde, nieto a su vez de don Manuel Torío y Sánchez y de doña Catalina de la Riva y Villegas, hidalgos naturales de la villa de Grijota (Palencia), donde su abuelo desempeñó, entre otros, los cargos de Regidor por el estado noble y Sindico general. Durante su infancia, su padre le permitió trasladarse a Carrión de los Condes para cursar estudios de primera enseñanza y algo de latín. Una larga y grave enfermedad, que precedió al fallecimiento de su progenitor, le apartó momentáneamente de los estudios cuando solo tenía nueve años, estando por entonces ya muy adelantado en la clase de Sintaxis. La intervención de su tío don Pedro de la Riva, hacendado de la ciudad de Valladolid, logro vencer la resistencia de la madre y permitió que fuera llevado a su lado, para que continuase sus estudios en la Universidad de dicha ciudad.
En ella concluyó las humanidades y gano tres años de Filosofía, uno de Teología y tres de Leyes ó Jurisprudencia, que interrumpió al fallecer su tío en septiembre de 1776. Por aquellos años era ya general en Valladolid, su fama de buen trazador de letras, y se solicitaba su intervención en la ampliación de aquellos privilegios que requerían de particular esmero. Esta circunstancia le proporcionó el trato y amistad con el ilustre literato y gran erudito, don Rafael de Floranes, a cuyo lado se instruyó en historia, diplomática, antigüedades y archivos, considerándole como su mejor maestro y director, que le proporcionaría con el tiempo los profundos conocimientos paleográficos de los que siempre hizo gala.
A principios de 1779, el propio Floranes, le facilitó ir a la Corte comisionado para promover expedientes del mayor interés para la ciudad de Valladolid. Fue en esta época y sin desatender el cometido que se le había confiado, donde se perfeccionó teórica y metódicamente en su mayor inclinación, el arte caligráfico y ello por la dirección e intimo trato que tuvo con los Padres Escolapios de la Escuelas Pías, de quienes fue siempre apasionado admirador .
Conseguido satisfactoriamente el objeto de su encargo, contrajo matrimonio en Madrid, el día dos de septiembre de 1781, en la Parroquial de San Andrés, con doña Josefa de Torres y Martínez-Hidalgo, natural de Santa Cruz de la Zarza y nieta de los hidalgos don Manuel de Torres y López de la Cabeza, y don Sebastián Martínez-Hidalgo. El matrimonio con su mujer, de mayor estatus, dio a Torío considerable proyección social y profesional, que pronto se transformaría en una brillante carrera en la Villa y Corte. Josefa de Torres además de ser sobrina del fiscal del Consejo, Ordóñez; pertenecía por partida doble a una secular nobleza rural de la Mesa de Ocaña, y su influencia se dejo notar prontamente en la carrera de su esposo.
Memorial de D. Torcuato Torío de la Riva dirigido a S.M. El Rey
En el año 1782, tras una breve estancia en Valladolid donde ya se ocupaba de los privilegios de la Chancillería, fue solicitado por el Marqués de Astorga y Conde de Altamira, con el objeto de desempeñar la plaza de oficial segundo del archivo general de su casa y estados, alcanzado posteriormente la de oficial mayor y archivero interino, que desempeñó ininterrumpidamente hasta el año 1806. Además el marques le confió a Torío dada su aptitud, competencia y rectitud moral, la tarea de instruir a su primogénito el Conde de Trastamára . De la fructífera y sincera amistad que se estableció entre alumno y preceptor, es buena muestra la entrañable dedicatoria que precede su celebre obra “Arte de escribir por reglas y con muestras…”.
Su afán por adquirir conocimientos en las diversas ramas de la ciencia, fue en aumento desde que se estableció en Madrid. Procuraba la amistad y frecuente trato de los ilustrados más distinguidos, de cuyas conversaciones: “decía sacar más fruto en media hora, que de media semana de lectura”. Se dedicó al estudio y aprendizaje del francés, italiano y algo de ingles, le animaba a ello, el objeto de examinar por si mismo la teorías y métodos de los autores de otras naciones. Y aunque desbordado de quehaceres por los numerosos nombramientos que fue acumulando, también se matriculó en la Academia de San Fernando para la clase de matemáticas, que estudió con aprovechamiento bajo la dirección de don Antonio Varas.
Su trayectoria en la Administración de la España Ilustrada, da buena muestra de su valía, pues fue llamado a desempeñar los oficios de revisor y lector de letras antiguas (1786) , escritor de privilegios del Consejo y Cámara de Castilla (1802) escritor de privilegios del Consejo y Cámara de Indias (1803), y mediante Reales Cédulas de 12 y 30 de octubre de 1802 y 8 de mayo de 1803, vocal de la Junta Central de Primera Enseñanza así como examinador de maestros de Primeras Letras (1806) y revisor de firmas y letras sospechosas (1807) . También fue académico de número de la Sociedad Económica Matritense. Tenía por aquel entonces su residencia en el número 11 de la calle de la Madera baja, y de su matrimonio con doña Josefa de Torres, habían nacido ya cuatro hijos: Marceliano, Catalina, Camila y Antonio.
En su faceta como ilustrado y sin menoscabo de su indudable categoría como calígrafo, que le coloca entre los más insignes de nuestra historia, podemos atestiguar que su perfil intelectual fue corolario de una erudición poco común en su época, lo que le hizo destacar por sus conocimientos e instrucción en varias materias. Son buena prueba de ello y ampliamente difundidas en su tiempo, sus traducciones de obras morales de autores extranjeros, así como la creación de interesantes y amenas obras literarias, que versaban sobre diversos temas relacionados con la caligrafía, docencia, y consejos morales. Una muestra de su ascendiente en el importante campo de la enseñanza, que el despotismo ilustrado contemplaba como parte integrante de su entramado reformista, nos lo brinda la preparación de su: “Ortología y Diálogos de caligrafía, aritmética, gramática y ortografía castellana…”, que según la Gaceta de Madrid, tuvo el honor de presentar ante SS.MM.y AA. en abril de 1801. Contó en esta obra además, con la aprobación y mecenazgo de don Gregorio García de la Cuesta, Gobernador del Consejo y Capitán General de Castilla la Nueva y sobre todo, de don Andrés López de Sagistizabal, Brigadier de los Reales Ejércitos y Director General del Real Seminario de Nobles, lugar donde se instruía según el método de Torio, establecido ya con su admirable y ya aludido”Arte de escribir por reglas…”.
Éste y otros muchos meritos impulsaron a S.M. don Carlos IV, en Real Orden de 31 de enero de 1801, a que dicha obra de Torío. Arte de Escribir, se tomase y siguiese ahora, en todas las escuelas, universidades, seminarios, academias, colegios y comunidades del reino, lo que reportaría inmensos beneficios a su autor, beneficios que quedan empequeñecidos ante la categoría y valor de su excelente obra, cuya explicación y contenido, muchas veces erudito, están eficazmente desarrollados mediante la conjugación de un lenguaje esmerado, y una exposición amena y sistemática.
Revela su hijo Marceliano, en un breve texto biográfico, que cuando Torío llevaba muy adelantado un tratado sobre Taquigrafía, acaecieron los aciagos sucesos del dos de mayo de 1808, y como consecuencia de tan luctuosa jornada, tuvo que abandonar por primera vez, su casa, destinos y ocupaciones . Pero tras los venturosos sucesos de la batalla de Bailén y una vez evacuada la capital del reino por los franceses, regresó con el propósito de dedicarse de nuevo a sus funciones. El hecho de que Torío se distinguiera como un fiel español, durante el periodo de tiempo que transcurrió entre la victoria de Bailén y la rendición de Madrid a los franceses, (julio a diciembre de 1808), provocó que tuviera que marcharse otra vez para librarse de la persecución que sus servicios, “eminentemente patrióticos”, le acarrearon por parte de las fuerzas de ocupación.
A principios de 1811 y fruto de los vaivenes a que se vio sometida la Capital, con constantes entradas y salidas de tropas y gobiernos de uno y otro bando, sabemos que Torío volvía a residir en Madrid. Allí otorgó testamento juntamente con su esposa doña Josefa de Torres el día seis de febrero de dicho año, más tarde, en agosto 1812, tras la derrota francesa en Arapiles y la nueva entrada del ejercito aliado en la Villa y Corte, se le dio brevemente el cargo de Secretario de la Junta Interina de Administración y Gobierno de la Hacienda Pública, cuya plaza desempeñó con aceptación general y absoluto desinterés desde el día 17 de dicho mes. Pero estos nuevos servicios significaron a la retirada de las tropas españolas, su última y más desastrosa partida, porque al abandono en que dejo a su casa y familia se añadió el de la confiscación de todos sus bienes. Al ser nombrado don Francisco Antonio de Góngora, Intendente General de Madrid, quiso éste, resarcirle de tantas adversidades y le propuso para Archivero de Rentas Generales y de la Superintendencia de Hacienda, haciéndolo según decía: “en prueba de lo gratos que le habían sido y eran sus servicios”. Siendo aprobada dicha propuesta por la Regencia del Reino, el 8 de noviembre de 1812.
Una vez restituido en el trono Fernando VII, decidió honrarle en septiembre de 1814 con el nombramiento de Oficial segundo del Archivo de la Secretaria de Estado y del Despacho de la Guerra, en el Departamento de Indias, concediéndosele en 1819 la dignidad de Oficial archivero de dicha Secretaria. Cuando su trayectoria profesional y la vitalidad de su físico, parecían prometer a Torío muchos más años de vida y triunfos, falleció súbitamente la noche del 28 de marzo de 1820, a la edad de sesenta años, once meses y veinte días, siendo inhumado en su parroquia de San Martín de Madrid .
Para finalizar se puede referir, que si bien su prematura muerte, por inesperada, privó a los que le conocieron de su integridad a toda prueba, trato afable y carácter franco, es indudable que no podrá arrebatarle las virtudes que le ornaron durante su vida, y que quedaron perpetuamente grabadas en la memoria de sus descendientes: Reunir a un mismo tiempo el espíritu de un autentico ilustrado, ejemplo de erudición para futuras generaciones y la dignidad de un hidalgo, al anteponer por encima de todo, en unos tiempos azarosos y difíciles, el honor y el deber para con su Patria.